lunes, 30 de julio de 2012

Una elefantiasis inmunda

Jean Benoît, Antigüedad del siglo XX, 1965
El execrable fenómeno deportivo, que hace poco fustigábamos aquí mismo, se continúa este verano con otra de esas grotescas “Olimpiadas” de raíz greco-racional. El grupo surrealista londinense Slag le ha dedicado tres buenos latigazos, cuya consulta recomendamos: London 2012
Como leíamos hace poco en la excelente revista española de pensamiento crítico Cul de Sac: “El deporte ha dejado de ser un espejo en el que se refleja la sociedad contemporánea para convertirse en uno de sus principales ejes vertebradores: la teoría general de este mundo, el espíritu de un mundo sin espíritu”.
De paso, hemos traducido el soberbio texto –“Llamas a la medida”– que Radovan Ivsic escribió para el catálogo de la exposición surrealista “L’écart absolu”, en 1969:
“«Creo firmemente que el deporte es el más seguro medio de producir una generación de cretinos dañinos», escribía Léon Bloy sin sospechar que esas palabras proféticas podrían muy pronto ser aplicadas a numerosas generaciones de todos los continentes. Bajo la máscara del juego, del cual es la caricatura, si no la negación, o bien del apoliticismo y de esa forma falaz del internacionalismo de la que ya Charles Maurras decía: «este internacionalismo no matará las patrias, sino que las fortificará», el deporte progresa desde hace un siglo como una elefantiasis inmunda. Para él, los dirigentes de todos los países no regatean nada nunca, no solamente porque lo consideran como el complemento del servicio militar, sino porque, como «medio de embrutecimiento» denunciado de nuevo por Benjamin Péret, se lleva seguramente la palma. El célebre entrenador americano Knute Rockne ya lo decía: «Después de la iglesia, el fútbol es lo mejor que tenemos». Más explícito aún, el barón Pierre de Coubertin, promotor de los Juegos Olímpicos modernos, precisa: «La primera característica esencial de las olimpiadas antiguas como de las actuales es la de ser una religión. Cincelando su cuerpo a través del ejercicio como lo hace un escultor con una estatua, el atleta antiguo «honraba a los dioses». Haciendo lo mismo, el atleta moderno exalta su patria, su raza, su bandera». Esta cita es tanto más significativa cuanto pertenece a la presentación de la escandalosa olimpiada de 1936, inaugurada en Berlín por Hitler, a quien este barón deportivo, propagador del “arte de crear el pura sangre humano”, saludó como “uno de los más grandes espíritus constructores de nuestro tiempo”, que ha “servido magníficamente, sin desfigurarlo, el ideal olímpico”.
Los ensordecedores espectáculos del ring y del estadio están hechos a semejanza de la organización de la vida moderna, basada en la rivalidad y la competencia. El campeón es en general un profesional, un trabajador modelo que, a fuerza de abstinencia, de paciencia y de sudor*, obtiene su lugar al sol polvoriento de las grandes pruebas. Se hará de él un hombre-sandwich a la escala de la gran prensa y de la televisión o, mejor aún, una vedette nacional, a condición de que su vida familiar sea ejemplar. En cuanto al adepto activo y al informe hincha, la pretendida cultura física es una presa sabiamente construida contra los desbordamientos de la vitalidad liberadora del individuo que intentara escapar a la tenaza del exangüe progreso técnico o a los daños de la enseñanza esclerotizada. De origen escolar, el deporte es una dura escuela donde, bajo la férula del entrenador-domador, se aprende «la pasión de la docilidad». El estadio es la gran puerta que lleva al mundo de los robots.
Colocada en el corazón de esta exposición, la máquina de lavar todos los periódicos**, de L’Aurore a L’Humanité y del New York Tribune al Cotidiano del Pueblo de Pekín, tendrá que blanquear, entre otras, una profusión de omnipresentes páginas deportivas. Lástima algunas raras y a veces magníficas fotos de bólidos en llamas hundiéndose en las tribunas abarrotadas antes de explotar: ese flash solemne es la única iluminación aceptable de esos lugares siniestros”.
    
*Añadamos, para actualizar: “y de drogas”. Y si quisiéramos actualizar del todo, habría que empezar señalando la progresión brutal de esta elefantiasis, ya apuntada arriba. Al menos Radovan Ivsic no se tropezaba en su tiempo, por las calles de París, con los cretinos auricularizados que corren por las aceras, uno de los más desesperanzadores fenómenos en auge actual.
**Se refiere al “Consumidor”, monstruoso artefacto antropomorfo de la exposición, que tenía a la altura del vientre una lavadora a la que se echaban los periódicos.