miércoles, 20 de noviembre de 2013

“El surrealismo y el sueño”


En Madrid transcurren a la vez tres exposiciones de interés para nosotros: una sobre Méliès, otra sobre precedentes del surrealismo y la de “El surrealismo y el sueño”, cuyo catálogo vamos a reseñar hoy, brevemente.
Una amiga madrileña de confianza, para referirse a la presentación, se me refirió al “sarao de la Thyssen”, lo que desde luego no dudo. Pero yo solo tengo a mano el catálogo, que es otra lujosa publicación más, en capa dura, sobre el surrealismo reducido a los años 20-40 y a algunas prolongaciones de sus supervivientes. En este sentido, es más de lo mismo, con obras entre las que abundan las ya muy conocidas, y sin que falte alguna que otra ridiculez de Leonor Fini, Paul Delvaux, Salvador Dalí y el triste Domínguez picassiano. Otras piezas resultan más sugestivas, como la serie de durmientes de Brassaï, los Toyen o los Tanguy, y también se agradece, en las proyecciones fílmicas, las de tres películas de Joseph Cornell.
Los textos son solo tres, y están a cargo de Georges Sebbag, José Jiménez y Dawn Ades. El de esta última explora la cuestión a través de una obra de Miró (Foto: Este es el color de mis sueños). El de Sebbag (“La pintura animada del surrealista que sueña”) responde a las expectativas que levanta siempre un ensayo suyo, aliando brillantemente a sus preocupaciones habituales las referencias más inesperadas y eruditas, para señalar al final cómo “hay un mismo principio generador y motriz que podría aplicarse a todas las expresiones y manifestaciones surrealistas –collages, textos automáticos, relatos de sueños, manifiestos, panfletos, dibujos, cuadros, fotos, objetos, revistas, exposiciones–, y ese principio es el de las imágenes animadas del sueño”. Resta el de José Jiménez, que es quien presenta el aparato expositivo. Lo hace bastante bien, con competencia y considerando el surrealismo como una “actitud ante la vida”, y no solo como “un movimiento artístico”. “El surrealismo ha sido, y en alguna medida todavía es, un catalizador, un impulsor, de un proceso de liberación del psiquismo y de expansión de lo sensible en el que ya no hay vuelta atrás. La exposición pretende mostrar que esa huella, esa gran ola de transformación de la sensibilidad, tiene una de sus raíces más profundas en la vinculación surrealista entre sueño e imagen”.
Para estudiar “la modulación del sueño en el horizonte plástico del surrealismo”, José Jiménez parte de algunos precedentes del surrealismo, en concreto Goya, Hugo, Grandville, Carroll, Redon y Rousseau, en una lista que puede, claro está, ser diferente. Ya con Chirico estamos en las mismas puertas del surrealismo,  que luego se despliega en los nombres de Max Ernst, Magritte, Dalí, Picasso, etc. (Me entero que una obra del pintor de toros y palomas, por la que yo no daría ni un céntimo, se vendió hace unos meses en 120 millones de euros).
Es una pena que este trabajo derrape al final con las típicas bobadas sobre el surrealismo y las mujeres (bobadas que, eso sí, cada vez se ven obligados quienes las largan a matizarlas más) y con una muestra de incomprensión absoluta del interés surrealista por el saber esotérico. El surrealismo seguirá plenamente vigente en tanto predomine, entre otras cosas consustanciales a ella, esta mentalidad racionalista/realista que considera a la magia “superstición”. Se repite aquí también que el surrealismo ha producido “un profundo cambio de la sensibilidad moderna”. Aunque no sepamos con claridad qué es eso de la “sensibilidad moderna”, yo creo que si por tal se entiende la sensibilidad dominante actualmente en nuestras sociedades occidentales, esa es un horror, y que el surrealismo no ha influido absolutamente nada en ella (¿o quizás, como mucho, algo en algún pedazo de su fea cáscara?).
Los “coqueteos” del surrealismo con el espiritismo y el ocultismo realmente no han existido nunca, ya que el surrealismo socavaba la propia base de uno y de otro, y el “Dios es un cerdo” de André Breton, proclamado en 1928, nunca ha dejado márgenes de duda a la hora de percibir que las investigaciones surrealistas nada han tenido que ver nunca con creencias espiritistas o divinas, sino con la profundización en el espíritu humano y en su puesta en acción colectiva. Lo que se ha dado es un interés nunca desmentido por los saberes tradicionales (y en particular la alquimia), que, como muy bien señalaba recientemente Annie Le Brun, un René Alleau, pieza del surrealismo que era un sabio en la materia, y a cuyo dossier de hace una semana remitimos para la evidencia, desprendía constantemente de la ganga ocultista que se le podía haber adherido.
Más que un catálogo sobre el surrealismo y el sueño reducido aquel a un objeto artístico y estático, hace falta la traducción del libro clásico de Sarane Alexandrian, apasionante continuación de la gran obra de Albert Béguin sobre el romanticismo y el sueño. José Jiménez, por suerte, se apoya bastante en Alexandrian, pero el propio libro de Alexandrian necesita ya una actualización, porque la exploración del mundo de los sueños ha continuado en el surrealismo de las décadas posteriores a las que se ha estipulado tratar hasta la saciedad. Las imágenes que acompañan esta nota son solo una simbólica muestra, tomada del catálogo de los surrealistas checos y eslovacos Other Air (2012), donde se dedican varias páginas a una cuestión en la que han sido maestros desde siempre y en la que tampoco pueden dejarse de lado las reflexiones capitales de Dolfi Trost en los años 40, la encuesta que en 2003 hizo la revista S.u.rr… sobre el sueño, el lenguaje y la imagen, o, ya que fue publicado en España (y hace solo un año), el ensayo De la materia del sueño, de Julio Monteverde, componente del grupo surrealista Salamandra.