miércoles, 1 de octubre de 2014

–¿Qué es el surrealismo? –Es reaprender a leer en el alfabeto de estrellas de E.L.T. Mesens


Las palabras de André Breton dan título al primer catálogo amplio que se le dedica a Mesens: L’alphabet d’étoiles d’E.L.T. Mesens, editado por el Mu. ZEE de Ostende. Tan solo por la riqueza iconográfica, esta es una obra imprescindible, ya que nunca antes se habían visto reunidos tantos collages suyos. Además, aunque muchos documentos ya fueron reproducidos por Marcel Mariën en L’activité surréaliste en Belgique (1924-1950), se reproducen los dos escritos publicados en 1933 por Mesens en sus propias Ediciones Flamel: el Alphabet sourd aveugle, con uno de sus más conocidos collages en el frontispicio, y Femme complète, con la serigrafía de René Magritte:


Los estudios que acompañan el catálogo son de muy diverso interés, ya que la propia figura de Mesens es demasiado plural. Xavier Canonne y Michel Remy enfocan espléndida y respectivamente su relación con la fotografía y sus años londinenses en torno al surrealismo, y Simon Delobel y Erich Weiss, también en artículos respectivos y muy valiosos, los “poemas visuales” tardíos y los poemas verbales. Puramente histórico es en cambio el interés de dos trabajos dedicados a Mesens y Van Hecke, el director vanguardista de Variétés, y del que se ocupa de la colaboración con el Casino de Knokke, en la última etapa de la vida del poeta, artista y animador permanente del surrealismo.
Academy, 1940, col. Isy Brachot
Con el privilegio de haber publicado una biografía de Mesens en 1998, Christiane Geurts-Krauss, profesora de historia del arte, vuelve a la carga, aunque esta vez sin llamar “papa” a André Breton (allí se quedaba tan pancha al decir que Mesens, un libertario hasta la médula, hizo la crítica del estalinismo de su amigo Éluard “por fidelidad al papa del surrealismo y a la ortodoxia del grupo”, mientras que Roland Penrose, el íntimo de tan señeros estalinistas, “impregnado de pragmatismo insular y solo siguiendo a su corazón, prefirió oponerse a Breton y no perder a un amigo de tanto tiempo”). Aunque su libro lo publicó en 1998, o sea cuando el grupo surrealista de Leeds llevaba actuando cuatro años, considera que la exposición “The enchanted domain” fue “el último sobresalto de vitalidad surrealista en Inglaterra”, como si además no hubiera llovido bastante surrealismo entre ese año (¡1967!) y 1994, con la continuación de la obra de todas las figuras que se reunieron en torno a John Lyle, o de un Conroy Maddox, o de un John W. Welson. Imaginemos, por último, un estudio de Mesens que acaba considerando que en realidad pertenece al dadaísmo, “a la fracción un poco disidente del surrealismo”.
En este trabajo, la historiadora empieza hablando del “panteón de los poetas surrealistas y acaba hablando del “panteón del arte”, porque esto es lo propio de los historiadores que ha generado la instrucción obligatoria: los panteones. Una perla, de las que siempre casan bien con el traje académico: “Mesens, contrariamente a los surrealistas belgas y franceses, concederá un espacio importante a las mujeres surrealistas inglesas, Eileen Agar, Edith Rimington y Emmy Bridgewater, Ithell Colquhoun y Grace Pailthorpe tendrán todas el honor de exposiciones en la London Gallery”, pero es una lástima que no se nos dé la lista paralela de las artistas que había entonces en París o Bruselas (ni que se señale que, en el caso de que las hubiera habido, ni una ciudad ni otra contaban con un Mesens que tuviera una galería propia de funcionamiento permanente).
Mesens tuvo una lucha algo patética porque su obra de collagista fuera “reconocida”, y ese reconocimiento, despreciable para el surrealismo, es esgrimido por el catálogo, y en particular por este último trabajo, en que la autora lo ve como un pionero de la idea de los museos de arte moderno, a los que acuden los “turistas maravillados” para ver a los “Picasso, Miró, Magritte y Klee”. Y en verdad que es un triste destino el de aquellos surrealistas que combatieron un mundo inmundo (un Magritte en esta lista, o un Max Ernst, un Arp o un Man Ray en la que viene después para decir satisfechamente que “se benefician regularmente de grandes retrospectivas en las instituciones contemporáneas concebidas por arquitectos de renombre”) acabar de objeto de entretenimiento de esa plaga de la estupidez universal que son los turistas en esos espacios espeluznantes que son los grandes museos creados por multimillonarios arquitectos de mucho renombre.
Y acabaré con dos notas. La ilustración de la página 178 es un cadáver exquisito de Eileen Agar, John Banting, Roland Penrose y Da Costa, que ya había sido reproducida en el catálogo de la colección Sherwin, datándose allí y aquí “hacia 1939”. El Da Costa no es otro que el portugués António Pedro, y como él estuvo en Londres en 1944 y 1945, esa es sin duda alguna la fecha correcta. Mesens se divirtió mucho porque António Pedro le dijo que en Portugal, menos Salazar, todos eran Da Costa, y entonces empezó a llamar a todos sus conocidos Da Costa, considerándose que ese sea el origen bromista del nombre de la fabulosa Encyclopédie Da Costa.

Cielo y tierra, 1958, col. Sylvio Perlstein

Uno de los collages reproducidos es Ciel et terre, de 1958, informándonos Simon Delobel, en su estupendo trabajo sobre los últimos collages de Mesens, que, al visitar la televisión su estudio con motivo de una exposición sobre el arte del collage, Mesens improvisó un happening doméstico burlesco (por algo lo llamó George Melly “el W.C. Fields del surrealismo”), salpicando con sal y pimienta el collage para darle más relieve. Lo traigo a colación aquí porque así continuamos en la blancura salada de hace siete días, y porque de paso sirve para ilustrar cómo el sentido humorístico de Mesens no dejará nunca, como señala Simon Delobel al final de su ensayo, que sus collages pierdan “su sabor”. Siempre provistos de enjundia, sal y pimienta.
Volumen, en fin, que recomendamos vivamente, por sus incontables, valiosísimas reproducciones, y por los buenos estudios de Canonne, Remy, Weiss y Delobel.

Mesens elaborando Cielo y tierra.
Detrás, El cazador de Óscar Domínguez.